EN SU CUARTO ÁLBUM, LA BANDA DE SHEFFIELD UTILIZA TODO SU BAGAJE ANTERIOR PARA REINICIAR UNA CARRERA BRILLANTE. ARCTIC MONKEYS HAN ECHADO LA VISTA ATRÁS, Y NO PRECISAMENTE AL OSCURO 'HUMBUG' (2009). POR BAD MUSIC
Humbug (2009), aquella inmersión en el lado oscuro de la mano de Josh Homme (Queens of the Stone Age), sirvió a los imberbes Arctic Monkeys no sólo para descubrir que el pelo podía crecer, sino para darse cuenta de que estaban capacitados para mucha más música de la que sus dos primeros discos habían mostrado. Y eso que lo que habían mostrado era nada menos que singles perfectos como I bet you look good on the dancefloor o When the sun goes down. Eso era en su álbum de debut, Whatever people say I am, that’s what I’m not (2006), igual de rebosante de talento como de acné. En Favourite worst nightmare (2007), su pop extraordinariamente rítmico seguía siendo la brújula, aunque ya se adecuara más a los verborreicos textos de Alex Turner, que dejó ya dos pruebas de su genialidad: Fluorescent adolescent, una excelente estampa sobre la juventud perdida escrita con 21 años, y 505, un crescendo sin estribillo sobre conflictos amorosos que cerraba aquel álbum.
Cuando visitaron el desierto de The Joshua Tree junto a Josh Homme para grabar Humbug buscaban ampliar horizontes y lo lograron de sobra. Tanto, que dejaron fuera de juego a la mitad de su público habitual. Guitarras ruidosas que erupcionaban solos amenazantes sin aviso, letras oscuras, encerradas a cal y canto. Apenas un rayo de luz, Cornerstone, en un disco en el que había que entrar con linterna. Pero un disco profundo, con capacidad para crecer dentro de sí mismo gracias no a los singles, sino a canciones complejas como Fire and the thud, Dance little liar o The jeweller’s hands, que requerían más escuchas de las que mucha gente estaba dispuesta a otorgar. Las letras de Turner crecieron, se complicaron, descubrieron la introspección y la alegoría, el mundo de los sueños y las metáforas exuberantes.
De aquel auténtico viaje (re)iniciático Arctic Monkeys salieron con menos seguidores de los que hubieran tenido de haber elegido una senda más continuista, marcada por estribillos irresistibles, pies inquietos y accesos punk. Pero habla del compromiso de esta joven banda con su música que les importara bien poco ese margen de aceptación.
Todo esto para decir que, grosso modo, los Arctic Monkeys que han hecho Suck it and see han vuelto a la carretera anterior a Humbug, sí, pero distintos. Los dos temas que se han aireado con anterioridad, Brick by brick y Don’t sit down ‘cause I’ve moved your chair, no representan exactamente el espíritu del disco pero sí el de la banda. La primera es una ocurrencia que tuvieron en gira y que grabaron, simplemente, porque les divertía. La segunda tiene el riff más duro del disco y es la más directa heredera de Humbug junto a Library pictures y All my own stunts (la segunda mucho mejor que la primera).
Pero el grueso de Suck it and see no baila ese son, digamos, truculento. Está más al sol. Más a las guitarras limpias y las melodías mecedoras de la canción titular, Reckless serenade o The piledriver waltz (un hallazgo: ya estaba en Submarine, la banda sonora de Alex Turner en solitario, pero es aquí, en su nueva versión, donde alcanza su verdadera estatura). Las tres son monumentos, pero no lo son menos She’s thunderstorms (una de sus mejores canciones), Black treacle o The hellcat spangled shalala, la canción más decididamente desenfadada y pop del álbum –la que habría entrado en Favourite worst nightmare, por ejemplo–, un single como una catedral. Y sorprende That’s where you were wrong, el último tema, que remite a sonidos británicos casi pre-Britpop.
Pero es muy difícil, por no decir imposible, hablar de referencias o similitudes para explicar Arctic Monkeys, porque buena parte de su talento es inexplicable. Es otra de sus grandezas. En 2005 parecieron salir de la nada, autónomos, libres, y, por increíble que parezca, así siguen. Que Suck it and see sea una nueva maravillosa colección de canciones parece, como ellos, algo natural.