Artaud, el filósofo del cuerpo derrumbado, lleva su concepción no solo al individuo en particular, sino también a la sociedad en general. La sociedad es un cuerpo maloliente en decadencia continua. Salvo por “Excursión psíquica” que se dio a conocer recién en 1956, el resto de los textos que componen Otros escritos aparecieron durante 1925 en la revista “La Révolution Surréaliste”.
El surrealismo se había convertido en un despilfarro desmesurado, por primera vez el arte había encontrado en la obscenidad un nuevo estimulo, ser la piedra en el zapato del poder.
Pocos después Artaud abandonaría al grupo. El último capítulo de este volumen está dedicado a esa polémica, con cartas que cruzan a los surrealistas comandados por Breton y al propio Artaud.
En El arte y la muerte, publicado por primera vez en 1929, escribe:
“¿Quién, en el seno de ciertas angustias, en el fondo de algunos sueños, no conoció la muerte como una sensación destructora y maravillosa con la que nada puede compararse en el orden del espíritu?”
Artaud, vidente, poeta de la carne, dramaturgo de la crueldad, no fue bien entendido por el mundo y sus leyes, su espíritu sibilino y voluptuoso quizás fue demasiado. Por lo que les resultó imperioso encerrarlo en un manicomio, el lugar perfecto para legitimar la tortura.
En esas cárceles estuvo varias veces, la última vez casi diez años, pero volvió, y extrañamente lucido escribió dos obras más antes de morir en 1948 a los 51 años.
Posiblemente nadie como Artaud haya hablado de la muerte en términos tan bellamente resignados. Y a su vez tan carnal, tan lacerantemente vivo.